A 1.3. La universidad: culpa y vergüenza
En la primavera de 2017 me graduaba como Educadora Social por la Universidad Rovira
i Virgili de Tarragona con una Mención especial en Desadaptación Social.
Pero no fui a la ceremonia de graduación porque me sentía desplazada, fuera de lugar y
avergonzada. Incluso una ocasión de celebración y de éxito quedó enturbiada por mi convicción de que era
una persona defectuosa, que de algún modo todo lo que me envolvía era malo y culpa mía.
Era solo cuestión de tiempo antes de que todos descubrieran lo destrozada interiormente
que estaba y lo poco que merecía todas las cosas buenas que pudiesen sucederme.
La culpa suele aparecer cuando una persona se condena a sí misma, cuando cree que es
responsable de algo. Supongo que sólo cuando te encuentras bien contigo mismo, puedes
vivir una vida completamente plena, sin cadenas, sin remordimientos, sin tristeza.
He de tener en cuenta, que todas las decisiones que he tomado hasta el día de hoy, acertadas
y erróneas, me han conducido hasta aquí, y me han hecho la persona que soy.
Siempre he sido una niña buena y obediente; disciplinada, estudiosa; poco problemática.
Aprendí pronto a ganarme la atención, el afecto y la aprobación de las personas mayores de
mi entorno y obviamente trasladé esa identidad a la adultez. He crecido creyendo que para
ser amada, tenían que necesitarme, porque así me lo enseñaron; así que la mayoría de las
relaciones que he iniciado me ha fastidiado bastante mantenerlas, por el gran sacrificio
personal que significaban y he tenido muchas dificultades para fijar límites saludables en
ellas. Muchas veces, nos encasillamos por culpa de las expectativas y la sensación de que tenemos
de desempeñar un papel o una función específicos. es habitual que en las familias los niños
reciban una etiqueta; el responsable, el bromista, el terremoto. cuando asignamos a los niños
un atributo, lo cumplen: Y cuando uno de los hijos es el "mejor", un triumfador o "una niña
buena", también suele haber una que es la peor. Pero una etiqueta, no es una identidad.
Tardé mucho tiempo en darme cuenta del peso que suponía en mí, la historia de mis
antecesores, mis padres y abuelos. Y de cómo han funcionado los roles y las etiquetas dentro
de mi familia. La niña mejor, la peor, la buena, la mala, el culpable, la víctima...etc.
No fue hasta después de cultivar en mi una parte de la formación universitaria que hoy poseo,
y después de muchas horas de terapia, que empecé a comprender y vivir un momento
catártico en mi vida que deseo reflejar aquí negro sobre blanco.
Cuando poseemos unos padres jóvenes, que están estresados, decepcionados, o se sienten
frustrados, los hijos pagan el pato y arrastran esa carga en sus vidas. Aunque no hayamos
vivido un trauma que nos obligara a esforzarnos, la mayoría podemos recordar momentos
en que protegemos a otros para ganarnos su aprobación.
Cuando vine al mundo mis jóvenes padres, apenas rondaban la mayoría de edad. No fue un
embarazo buscado. En los años setenta, con la llegada del movimiento hippie muchas
mujeres se quedaban embarazadas de sus parejas. Ahora ya no se estila tanto, pero por
entonces, quedarse embarazada suponía el paso obligatorio por el altar o el juzgado. Casarse
de penalti, lo llamaban. Era casi impensable tener un hijo sin haberse casado. No había
mayor deshonra social por aquel entonces. El origen viene de las expresiones del fútbol
“penalti” , que significa, pena máxima o castigo. Con un tono de humor, los españoles nos
apropiamos en la vida diaria del vocablo, al margen del fútbol, para referirnos, al casarse de
forma forzada.
Muchos de nosotros no tuvimos los padres cariñosos y protectores que merecíamos. Tal vez
estuvieran preocupados, enfadados, asustados o deprimidos. Tal vez nacimos en el momento
equivocado , en una época de fricción, pérdida o estrechez económica. Tal vez quienes
debían cuidarnos, estaban inmersos en su propio trauma y no siempre respondían a nuestras
necesidades de atención y afecto. Tal vez, nunca nos cogieron en brazos y nos dijeron:
“Siempre quisimos un hijo como tú” Así que con poco tiempo de vida, me llevaron con mis tíos paternos al Norte, mientras mis
jóvenes padres se recomponían. Él hacia la mili, ella se quedó "esperándole" en casa.
Nadie me explicó nunca los motivos, los pros o los contras de la decisión de mi marcha lejos
de mis padres biológicos. No sé porque me entregaron nada más nacer.
He visto fotografías, cartas, pero nunca una explicación por ninguna de las partes.
Como tantos otros vacíos en mi historia biográfica.
Un día se presentaron dos chicos jóvenes muy modernos en casa, vestían con pantalones
acampanados, melenas largas y echaban mal olor a tabaco. Así sin más, mi estable y
tranquila vida, mi pequeño y relajado mundo cambió de un día a otro.
Cambié de referentes de la noche al día. Pasaba de unos dulces y atentos padres, que me mimaban
explicaban cuentos y traían regalos cada día del trabajo; que me lavaban a diaria y me cambiaban
de ropa y peinaban mirando constantemente por mis necesidades; a unos jóvenes modernos, que apenas
se alimentaban de lomo y patatas fritas; se lavaban una vez a la semana y tenían constantes
broncas llegando incluso a las manos.
Un día me levantaba con mis referentes de siempre, y esa misma noche me acostaban unos
desconocidos que no me conocían de nada. Me dijeron: éstos son tus padres, que han venido a
buscaste. Inolvidable.
Después de cuatro años de convivir como una niña amada, pasé a vivir con mis padres
biológicos una vida de carencias físicas y emocionales. Con unos padres jóvenes e inmaduros
que habían decidido afianzar erróneamente su matrimonio ampliando la familia. Así llegaron
mis queridos hermanos, que, me acompañarían en esa errónea vida familiar.